Hoy os traigo un nuevo relato del escritor Cano Faragute, dando a conocer su trabajo. Se titula Valor Incalculable, y es un entrañable relato humorístico desarrollado en una ficticia Época Victoriana (connotaciones de steampunk). Anteriormente pudimos disfrutar de otro de sus relatos, basado en los mitos vikingos.
Sinopsis:
"Un grupo de piratas de los aires provoca un incendio en La Ciudad De Los Mil
Podeis encontrar el relato completo en un pdf en la pagina de Baile de Mascaras en Facebook.
Valor incalculable
-Estoy harta de las jóvenes que desperdician su tiempo en seleccionar las cantidades más
adecuadas de maquillaje –se quejaba Corina ante el espejo, dando brochazos blancos a su rostro-. ¿Todo
para qué? ¿para mostrar su mejor cara los chicos? ¡ja!
>>Son tan esclavas de la opinión pública que un preso goza de más libertad, Teddy –comentó
ofuscada a su silencioso acompañante. Cuando su rostro estuvo completamente blanco, se pintó un rombo
rojo en el párpado izquierdo y un trébol negro en el derecho. Después atusó sus pestañas hasta que éstas
fueron largas y curvas-. Al final sólo somos dueños de nuestro interior.
>>Ya, ya –dijo, sonriendo, mientras desenroscaba el pintalabios-, veo que a ti todo esto no te
interesa. Nunca dices nada, pero en fin, es tu naturaleza ¿qué puedo hacer yo?
A la luz del tambaleante candelabro que jugueteaba con las sombras de la habitación, se miraba en
el espejo, pintándose los labios, prolongando el esbozo hasta casi las orejas, lo que le confirió una sonrisa
dantesca y solazada a la vez.
Luego tomó el gorro que tenía a su vera: ocho patas que trataban de imitar las de un pulpo; cinco
amarillas que sostenían cascabeles verdes y tres verdes que sostenían cascabeles amarillos.
- Créeme, Teddy –prosiguió charlando con su silencioso amigo-: cuando me haga con esa joya real
que persiguieron mis padres, en paz descansen, tendré cuanto desee.
Se ajustó un pañuelo rojo y negro en el cuello, una gorguera dividida en treinta y siete triángulos
que formaban el dibujo de una ruleta apresándole la garganta. El número cero, en color verde, destacaba
bajo su barbilla.
Se ajustó el pantalón bombacho, mitad rosa, mitad azul, que mermaba con su delicada silueta
femenina y luego se abrochó los botones de la blusa ancha naranja con lunas y estrellas amarillas.
Tras apretar por enésima vez el cinturón donde colocó la vaina de su pistola, introdujo ésta en él,
comprobando que las seis balas descansaban en el tambor.
- Ahora estoy perfecta ¿no te parece, Teddy? Sin corsé, ni falda, ni esas tonterías que usan las
chicas. –Se sacó del sombrero la trenza rubia, para que pendiera a su espalda; luego eligió un zapato de
cada color (uno morado, otro rojo), y finalmente se colgó una petaca de ron en el cuello.
- Vamos, Teddy –dijo, dirigiéndose al oso de peluche que había tras ella, en la cochambrosa mesa.
Lo agarró y salió por la puerta, pasando al exterior de aquel barco volador.
La pirata de los aires observó a su tripulación: parecían un circo errante que surcaba los cielos; en
cubierta no faltaban música y comida para abastecer a los rufianes, maquillados como payasos y bufones.
Corina se dirigió hacia la proa, pasando junto a un hombre cuyos zancos eran tan largos que casi se
rebana la cabeza con una de las hélices que permitían al enorme aparato desplazarse con el viento que
atrapaban las grandes velas multicolor.
Allí todo era de colores. Hasta las iris de la pirata eran diferentes entre sí: una verde, otra azul.
- La Martingala es de mi familia desde que mis padres la robaron –explicó al osito. Subió las
escaleras que rodeaban la habitación del camarote, donde se había vestido para la ocasión-. Desde
entonces la decoración ha sido la misma.
La chica pasó junto al timón.
- ¿Qué tal, capitana? –saludó el timonel, un hombre musculoso de peluca verde rizada-. Ya estamos
sobre La Ciudad De Los Mil Nombres.
- Me alegra oír eso. -Dio un sorbo al ron que llevaba en la petaca y cerró los ojos mientras deglutía
el líquido-. La noche ha caído, Teddy, y es hora de iluminar la ciudad.
Vertiendo el resto del contenido de la botella sobre el oso, tomó una cerilla de su bolsillo y prendió
al muñeco, dejándolo caer por la borda. A unos cien metros bajo ellos, se encontraban los edificios de la
ciudad... concretamente la serrería.
*
*
*
Brush era el jefe de la guardia de la ciudad. Un hombre excesivamente gordo para la velocidad que
lograba alcanzar en momentos de desesperación. La Ciudad De Los Mil Nombres era el lugar más tranquilo
del mundo, gracias a él, pues era quien acaparaba toda la ansiedad reinante.
Embutido en aquella armadura de acero bruñido, entró en la taberna para hallar a sus hombres:
dos borrachos en la barra, uno tirado en el suelo, tres peleando con los maleantes, otro flirteando con la
cantante, otro con el cantante, y el octavo, sabía bien, estaría en el baño.
- ¡¿Pero qué es esto, pandilla de tunantes?! –se dirigió a uno de sus hombres de la barra,
sacudiéndolo con desenfreno-. ¡El rey podría estar en peligro ahora mismo!
- Pero jefe, si está ahí tan tranquilo –balbució.
- ¡He dicho que te muevas, bellaco! –Brush saltaba sobre el suelo astillado, alzando los puños,
mientras las velas arrancaban múltiples destellos en su armadura.
- No, jefe, en realidad no lo has dicho –bostezó el otro guardia.
- Es verdad, no lo has dicho –repitió el que agarraba entre las manos.
- Ah ¿no lo he dicho?
- No, jefe. Estoy seguro, jefe –decía el apresado.
- Vaya... -prosiguió, liberándolo de su agarre-. ¡Pues poneos todos en pie y vigilad al rey, malditos
truhanes!
A su último grito, todos se pusieron en pie, disponiéndose en dos filas de cuatro en el centro del
bar. Incluido el que se encontraba en el baño, aún sin pantalones.
Brush dirigió una mirada al rey, que estaba sentado en una mesa redonda rodeada por taburetes
donde tipos trajeados habían montado una timba y los naipes poblaban la mesa.
- Majestad, lo sentimos mucho –dijo Brush, inclinándose.
- ...pareja de doses –rio el rey, ignorando al jefe de la guardia-. La fortuna vuelve a sonreírme en
estos días tan aciagos, mis fieles compañeros de apuestas. –Recogió todas las fichas de la mesa.
Los mafiosos desplumados por el rey se retiraron, engalanados en sus gabardinas largas y
siniestras, con sus sombreros de copa y los monóculos redondos encadenados al bolsillo del pecho,
emitiendo quejas entre dientes.
El rey Caim contó el dinero.
- ...esta pandilla de rufianes no sabe lo que es el trabajo digno –seguía disculpándose el jefe de la
guardia-, pero yo los meteré en cintura, a partir de hoy el trabajo será...
Al rey se le encendían los dos ojos marrones mientras calculaba el dinero. Echó una mirada por la
ventana, para comprobar que la calle estaba más iluminada que de costumbre. <<Un incendio de
maravilloso esplendor –pensó al ver la columna de llamas que se alzaba hacia los cielos-. Por suerte, la
fructuosa y condecorada guardia de la ciudad no es presta al anacoluto, y será capaz de confrontar esta
funesta adversidad>>. Seguía contando las fichas, entusiasmado por su buena suerte: una pareja de doses
no se obtenía todos los días, y mucho menos se ganaba una partida con ella.
- ...el otro día, sin ir más lejos –decía Brush-. ¿Cómo iba a dejarlos escapar? Esos ladrones...
Al cabo de un rato, la barra volvía a estar llena de soldados de la guardia de La Ciudad De Los Mil
Nombres, que luego se repartieron entre el suelo, el escenario y el baño.
El rey bostezó, llevándose una mano a la boca. Sus uñas eran largas como las de una bruja, y vestía
de un negro tan intenso que su rostro pálido parecía un brote en la oscuridad. Portador de la sombra, su
cabello era largo y terminaba en una coleta puntiaguda recogida con un lazo en su nuca. Todo en él era
alargado. Todo lo que puede describirse en algo que puede que lean niños.
La camisa que asomaba bajo el traje, blanca como la leche, lucía enérgicamente, y a su vez, en ella
destacaba la pajarita en forma de mirlo, también negra.
- ...porque yo siempre serví a vuestra abuela, mi buen rey, y a vuestros padres, durante el tiempo
que gobernaron hasta cederos el trono, y...
- Aclamado Brush, guardián de la tranquilidad –invocó Caim, incorporándose lentamente. Su figura
crecía a medida que se levantaba del asiento, proyectando una sombra que alcanzaba el final de la taberna
debido a la gran luz que manaba desde su espalda, donde estaba la ventana.
- ¿Sí, majestad?
- Las lenguas de fuego se propagan por la ciudad desde la serrería, y las calles están ardiendo –dijo-.
Según mis cálculos, acabará cubriéndonos a todos con su abrasadora y fulgurosa presencia en diez minutos.
Brush miró a través de la ventana y observó la enorme columna de fuego que ascendía a los cielos.
- Como las chimeneas echan tanto humo, pues uno no se entera de esas cosas –respondió riéndose.
Aquella dentadura parecía una mortal trampa de marfil.
- ¿Cree que la muerte habrá alcanzado a los pobres inocentes que dormitaban en calma?
- Pues no lo sé.
- Raudo y audaz como es usted, jefe de la guardia de la ciudad, ¿podríais desplazaros hasta el lugar
donde se originaron las llamas? La juventud es un bien preciado del que disfruto, y no quiero que se
termine hoy; y conste que no temo envejecer sin previo aviso: la intuición, sin duda brindada por los dioses,
a pesar de que muchos digan que deriva de la genética parental, y la experiencia, dada por la vida misma,
me dictan que si el fuego me alcanza, moriré.
- Ejem... esto... –se rascaba la cabeza-. ¡Guardias!
Puso pies en polvorosa y desapareció.
Caim sacudió la cabeza, caminando lentamente hasta la puerta que había al fondo de la taberna.
Sus piernas no le permitían tomar mayor velocidad que la que un anciano muy tranquilo habría alcanzado
en un estado somnoliento. Los reyes no se movían rápido porque ya había otra gente que lo hacía por ellos.
El rey se dirigió hacia la puerta clandestina del bar. Llamó, y un tipo abrió con cautela.
- Me encantaría disfrutar de la compañía de los ludópatas que tan encarecidamente os donan su
salario diariamente sin obtener nada a cambio –pidió el rey.
- ¿Hay alguna autoridad por aquí cerca? –preguntó el hombre. Parecía asustado.
- De ser así, serían prófugos de mis ojos o criaturas intangibles que auscultan los rincones más
recónditos de esta ciudad a fin de poder atraparos en el momento en que el descuido sea todo lo que
tengáis por capa –se encogió de hombros Caim.
- Pasa, rápido.
Y pasó, pero no muy rápido.
Allí dentro, embutidos entre el sudor y los nervios que el jefe Brush no podía acaparar, todos
miraban la esfera que daba vueltas, y los triángulos rojos y negros que eran los números de la ruleta, en
compañía del solitario número cero, en verde.
- Quisiera depositar la cantidad obtenida durante otro acontecimiento de ludopatía anterior a este
preciso instante al número catorce –dijo Caim, poniendo sobre el tablero su premio del póker.
La bola giró y giró. Siguió girando y girando, hipnotizando a los presentes, que la seguían con los
ojos como un gato haría con un ratón, o con una bola parecida, solo que éstos no trataban de atraparla,
sino que esperaban a que se detuviese. Y giró y giró. Y se detuvo. Se detuvo en el número catorce.
*
*
*
Évaly observaba la pilastra de fuego ascendente que había en el centro de la ciudad. Era tan alta y
gruesa que parecía sostener los cielos.
La anciana, asomada por la ventana, tomó el catalejo y se lo acercó al ojo derecho, ya que el
izquierdo estaba cubierto por un parche y resultaría absurdo esgrimir el instrumento a fin de darle un uso
verdaderamente útil si decidiera aproximarlo a aquel hemisferio facial.
Se atusaba el pelo cano, cuyo peinado se mantenía fijo hacia arriba gracias al limón. Se ajustó
aquella máscara-antifaz que semejaba una mariposa con las alas abiertas y se sacudió las faldas largas y
pomposas, llenas de encajes. Acababa de recibir compañía.
- Reina... Évaly... -jadeaba Brush, que acababa de llegar a su lado, doblado por la mitad debido al
esfuerzo y a la reverencia que creía que debía realizar. Pero en un momento, como sacudido por un látigo,
se irguió y se llevó la mano a la frente para hacer el saludo de la guardia de la ciudad-. He venido justo a
tiempo.
- Claro, tío –respondió la anciana, alzando la mano. Cuando Brush fue a tomarla para besársela, ella
estrelló su palma contra la del soldado jefe-. Choca esos cinco, colega.
>>¿Qué tal la noche, tronco? –añadió, animada. Pasaba tantas horas sola, reinando, como solía
decir, que la compañía era un bien agradecido-. Yo, muy bien. Hacía fresquito, hasta que ese fuego
apareció.
- Lo de siempre: un violador aquí, un asesino allí, algún terrorista, la mafia, un ladrón, atracadores,
sectas...
- Y hoy, para terminar la función, piratas. En abundancia.
Pasó el catalejo al jefe de la guardia y alzó un dedo en dirección a la brillante luna. La Martingala
atravesó el cielo a aquel nivel, galanteándose ante la luna, mostrando su silueta de hélices y velas.
- Por suerte, la guardia de la ciudad está operativa en estos momentos –asintió Brush. Pero sólo
tardó un segundo en generarse una cantidad enorme de gotas de sudor en su nuca -. ¡Guardias!
- Ya... ya los llamo yo –lo calmó la anciana mujer, dándole un golpecito en el hombro enlatado-.
¿Estaban con mi nieto?
- Oh, sí, el rey se encontraba en el bar de apuestas clandestinas.
- Perfecto –añadió, tomando un teléfono y haciendo girar la ruleta numerada-. ¿Hola? Sí, soy yo, la
reina. ¿Cómo va la cosa, colegas? –esperó a que respondiera-. Claro, esos negocios son chungos, tronco... si
os pilla la poli, la cagáis.
>>Oye, es que tengo una emergencia: la ciudad está ardiendo. Avisa a los guardias que hay en tu
bar o no te denunciaré a las autoridades: iré yo misma a por ti.
Tuvo un efecto rápido. No porque fuera la reina, sino porque era Évaly, y eso valía más que su
título. Tenía una gran reputación como crujidora de costillas.
En cuestión de minutos, empezó a escucharse el tintineo de corazas por todo el castillo,
acumulándose en las escaleras. El retumbar del acero contra la roca se hacía cada vez más fuerte, hasta que
la tropa se detuvo allí, formando las dos filas de cuatro.
- ¿Ves qué fácil? –dijo Évaly.
- ¡Responded, pandilla de holgazanes! –se ofuscó Brush.
- Pero si no ha hecho ninguna pregunta, jefe –dijo uno de los soldados.
- Es verdad, jefe ¿a qué quiere que respondamos? –quiso saber otro.
- Ejem... eh... pues esto...
- Brush –susurró Évaly.
- ¿Sí, mi reina?
- El incendio... los piratas... tío, el acontecimiento de esta noche.
- ¡Oh, es cierto! –se aclaró la garganta y se puso firme, mirando a sus hombres-. La ciudad está llena
de piratas y hay un gran incendio. ¡Nuestro deber es proteger la ciudad, así que vamos a por ellos, en
marcha!
Todos salieron en tropel de allí, y la reina se quedó pensando porqué uno de ellos no llevaba
pantalones.
*
*
*
- ¡Vamos, camaradas! –alzó la voz Corina, apuntando hacia el frente con su dedo.
El cañón que había en estribor disparó uno de sus tripulantes, que se hizo papilla, estrellándose
contra el muro del castillo.
- Para el siguiente apunta un poco más arriba –indicó al artificiero.
- Así lo haré, capitana.
Por suerte, el nuevo pirata que fue disparado tuvo tiempo de reacción y sacó el paracaídas cayendo
en tierra firme. Pero nada más lo hizo, fue atravesado por la espada de uno de los guardias de La Ciudad De
Los Mil Nombres.
- El próximo asegúrate de que a parte de apuntar un poco más hacia arriba no existan indicios de
que caiga junto a un guardia. Especialmente junto a uno armado y sin pantalones... mira lo que está
haciendo con el cadáver.
El caos había sido sembrado, y sus recolectores eran piratas de los aires. Los gritos inundaban los
callejones, confluyendo en las grandes plazas, como ríos en el mar.
- Capitana ¿por qué se llama La Ciudad De Los Mil Nombres? –quiso saber el artificiero, mientras
optaba por cargar el cañón con una bola de hierro en lugar de con otro tripulante.
- Porque tiene muchos nombres.
- ¿Por ejemplo?
- Pues verás, el más conocido de todos es...
- ¡Al abordaje! –fue interrumpida Corina.
El vozarrón de Brush retumbó en los pantoques. Sobre la cima de una de las torres del castillo que
trataban de asaltar los piratas, guardias y piratas se desafiaban con la mirada.
El jefe Brush tenía un sistema de asalto incorporado en su armadura, el ironglove, muy adecuado
para escalada y que podía extrapolar su uso al abordaje de vehículos voladores: el guantelete de acero de
su mano era de mayor tamaño que el de la izquierda, lo que lo convertía en un mazo mortal de combate. La
mano desnuda del guerrero metía los dedos en unos anillos que la conectaban con el puño a través de
cables de acero, en el interior de la armadura, pudiendo manejar así las grandes falanges del guantelete.
En aquel momento accionó el botón del sistema de vapor a presión que disparó el ironglove,
conectado a una cadena de su brazo, enganchándolo a los balcones de estribor.
Brush ascendía por la cadena, balanceándose en el aire.
La capitana Corina se asomó para apretar el gatillo dos veces. La primera erró, pero la segunda
acertó de pleno en la frente del guerrero.
El disparo en plena cabeza, un brutal espectáculo sangriento de cerebro con trozos de cráneo y
carne derramándose sobre la ciudad y cayendo sobre los transeúntes, una fiesta de sangre y horror, se
habría provocado si el visor del yelmo no hubiese repelido la bala, y le habría granjeado un agujero en la
frente difícil de tapar.
Sus hombres treparon también a través de los garfios atados a cuerdas, y una vez en cubierta
extrajeron de sus vainas un rectángulo de acero del tamaño de una barra de pan.
- ¿Con eso venís a atacarnos? –se mofó un pirata vestido de payaso, que arrancó carcajadas entre
los suyos.
- Los que atacáis sois vosotros –dijo un guardia, encogiéndose de hombros-. Nosotros nos
defendemos con esto, sí.
Brush sonrió con picardía y, girando el engranaje que había al final de la barra de acero, la cuchilla
empezó a formar un ángulo, hasta completar los ciento ochenta grados entre vaina y filo que componían
una espada.
La cara de los payasos se descompuso.
- ¡Menos mal que os habéis dibujado una gran sonrisa, grumetillos de pacotilla, porque empieza a
oler mal aquí, y ya no es sólo por vuestro hedor!
Los piratas se miraron entre ellos. Algunos se olieron las axilas disimuladamente, y contuvieron sus
vómitos más subrepticiamente aún.
- ¿Y qué nos quiere decir éste? –se encogió de hombros uno de ellos.
- ¿Vas a pelear con eso? –le dijo Corina al tipo que había hablado, en cuya pistola en lugar de una
bala había un pequeño dardo terminado en una ventosa.
- No, no –respondió, sacudiendo la cabeza-: pensaba huir de ellos con esto. Perdí mis armas en una
apuesta.
Ella le dedicó una mirada verde y azul, de ojos entrecerrados y luego miró a sus enemigos, la
guardia de La Ciudad De Los Mil Nombres, con esas grandes espadas, acorazados, de miradas impenitentes.
- ¡En esta ciudad hay un gran tesoro! –gritó Corina, haciendo que su sonrisa se dibujara aún más
grande, mostrando unos dientes que alternaban la estructura de calcio corriente con sustitutos de oro,
plata y madera.
- ¿Y cómo lo sabes? –quiso saber un guardia de la ciudad.
- Pues es lógico: hay un castillo –respondió un pirata en lugar de la capitana.
- ¿Eso quiere decir que en todos los sitios con castillos hay un tesoro? –indagó otro guardia.
- ¿No? –enunció un perplejo, no sabiendo muy bien qué quería expresar.
- Entonces –agregó otro de los guardias, que tomó una rodaja de salchichón de su bolsillo- ¿en los
castillos abandonados también hay tesoros?
- Bueno, si están abandonados... lo mismo se lo llevaron los antiguos reyes ¿no? –alegó otro pirata.
- En realidad –intervino Corina-, me parece a mí que si están abandonados es porque hay
fantasmas. Eso decían mis padres, claro.
- Sí, es cierto –corroboró uno de sus subordinados.
Empezó a haber un extenso murmullo que pronto recorrió toda La Martingala.
- ¡¿A qué viene todo esto?! –estalló el jefe Brush-. Vamos a darnos unos cuantos castañazos, que
para eso hemos venido.
El sonido del metal contra el metal comenzó, y el rugir de los disparos acaparó el estruendoso
combate. Los gritos envolvían la ciudad tanto como las llamas, y el espectáculo sangriento dio comienzo.
*
*
*
Subido en aquella jaula de acero, el rey Caim giraba el pequeño timón que movía las cadenas que la
hacían ascender hasta la cima de la torre. A solas en aquel enhiesto túnel de oscuridad, el crepitar de la
única llama que surgía de la vela que portaba creaba el único círculo de fúnebre iluminación.
Tras minutos de siniestro ascenso, al fin concluyó el trayecto. Abrió la puerta y pasó a una gran
habitación, la más alta de todas, un lugar que los murciélagos habían preferido ocupar en lugar de las
cuevas, para hacer compañía al príncipe, tan parecido a un vampiro por sus adversas ropas.
Caim se había puesto una máscara de nariz larga y curvada hacia abajo. Era de color blanco, con los
filos y los bordes de los ojos decorados con costuras doradas. Entre eso y su bastón parecía una versión
mejorada del fantasma de la ópera, solo que en su caso la máscara le servía para evitar la polución
humeante que afloraba de la ciudad.
Aproximándose a la ventana, admiró las llamas, casi consumidas. No es que alguien las hubiera
apagado, es que no quedaba nada que quemar.
- Los niños explotados de La Ciudad De Los Mil Nombres se alegrarán mucho de no tener que ir a
las minas a recoger carbón ¿no, majestad? –dijo uno de los murciélagos.
- Es posible que exista cierto grado de veracidad en vuestras palabras Vijs –respondió el rey.
- Pero el estropicio que se ha formado también requerirá de mano de obra barata que muchos
desesperados seguro que aceptan –comentó otro de los murciélagos-. Especialmente los niños huérfanos
que no tienen manera de ganarse la vida.
- También resulta probable que vuestra lengua no sea portadora de falacias, querido Güedgue –
asintió el rey-. Pero ¡ay! ¿qué puedo hacer yo contra las adversidades que percibo? Sólo soy el rey, no
tengo potestad para decidir todo eso.
- Sabia reflexión, majestad –asintió Vijs.
- Claro –agregó Güedgue-. Y pensándolo bien, no necesitarán ir a las minas a coger carbón, porque
ya lo tendrán en la superficie ¿no?
- Jajaja –rio el rey-. Es una observación que tan solo las elegantes rapaces habrían percibido de
tratarse de algo visual, pero que tan solo el experto irónico que formula a través del lenguaje tales
fumosidades sabe a quien transmitir para crear de algo aciago un chiste. Bendito humor negro, así perdure
durante milenios.
- Bueno, no queremos molestarle, majestad –añadió Güedgue-. Vamos a darnos una vuelta
mientras vos disfrutáis de la compañía femenina, jejeje. Sed bueno.
Los murciélagos echaron a volar, y el sonido de un cascabel llegó al oído del príncipe. Era porque él
mismo utilizaba pendientes de cascabel, pero eso no tenía nada que ver con la inquietud que había
percibido, un movimiento del propio silencio a escasos metros de él.
- Os aviso, deliciosa mujer, emergente de la poesía que reina en mis sueños –empezó, tomando la
pistola que llevaba guardaba en el cinturón-: no tengo buena puntería, pero mi suerte está tocada por los
dioses, y os aseguro que eso, aunque no derive de la genética, es lo que fue brindando la riqueza a mi
familia desde mis tatarabuelos más lejanos.
>>¡¿Pero qué diantre?! –se sobresaltó el príncipe al girarse y contemplarla-. Jajaja ¡qué graciosa!
¡Pero si es una payasa!
>>La gratitud que siento ante tal presencia ha ahogado la poesía que siempre ha manado
caudalosamente de mi lengua.
- No conseguirás mi piedad a través de lisonjas.
- No busco piedad, bella dama, sólo comprensión. Diría que tengo hijos, pero no: sólo un reino.
- Olvídalo.
- No podría aunque quisiera, y hay muchas cosas que me gustaría olvidar, pero que este triste
tormento al que llamo memoria no me deja.
- Sólo quiero saber dónde están las joyas de la corona.
- Yo también –respondió el rey Caim, encogiéndose de hombros-. Desde que yo tenía tres años,
desaparecieron. Las robaron unos piratas. La clásica historia. Así que échale la culpa a la competencia.
- Pero si dicen que ganas una fortuna increíble cada vez que juegas al póker.
- Así empezó todo: mis abuelos no eran más que unos pobres deleznables, ladrones, asesinos y
proxenetas. No sabían ganarse la vida de otra manera.
- Es cruel... ¿así se llega a rey?
- Oh, no, eran eso, pero pasaron en paro toda su vida. Ya sabéis, mi dulce dama: el empleo escasea
hoy día, de ahí que sólo haya un rey en vez de varios.
- Si intentas darme pena, vas mal encaminado.
- ¡Oh, no, por los dioses! –se sobresaltó el hombre, desplazándose lentamente hasta ella, como
siempre que se movía-. Lo que menos deseo es entristecer a una bella criatura de los aires, que lejos de ser
paloma de la paz, ha traído los vientos de la guerra hasta aquí.
>>La historia tiene un final feliz. Incluso tiene un nudo feliz: mis abuelos, tirados en la calle,
muriendo de hambre, encontraron un boleto de lotería, premiado con una única moneda. Esa moneda la
apostaron en la ruleta a un número, y multiplicaron por treinta y cinco su valor.
>>De allí, fueron a la mesa de Black Jack, y tras diez manos sin perder, decidieron jugar al póker, y
con los beneficios, erigieron un castillo.
>>Por cierto: tenéis unos ojos preciosos ¿alguna vez os lo han dicho?
- A... ¿a mí? –se sonrojó bajo la gruesa capa de maquillaje.
- Bueno, a lo mejor se lo han dicho a alguien en lugar de a vos, pero en referencia a vos,
igualmente.
La conversación fluía, pero los dos seguían apuntándose con las armas. Parecía que se habían
acostumbrado a aquella postura, y como cuando se comparten actividades de placer en la cama, a veces es
mejor no cambiar.
- La verdad es que pensé que el jefe de la guardia os había detenido, pero veo que no, y aquí estáis.
- Le dije que si no me daban el tesoro de la corona aplastaría a toda la ciudad, y trató de
convencerme de que no había tesoro –explicó la chica-. De ser así ¿qué sentido tendría aplastar la ciudad?
- Ninguno, ciertamente. Ha sido una gran observación por vuestra parte.
- Gracias –sonrió la pirata, acentuando el maquillaje que acompañaba el gesto.
- Y claro, corroboro las palabras del jefe de la guardia: no hay joyas de la corona ya os lo he dicho, y
el tesoro... perdido, arrebatado por completo.
- ¿Y eso por qué?
- Trucos legales, ya sabéis: el banco te dice que arrendas tu castillo para avalar la casa de verano, y
al final cambian las leyes antes de que te des cuenta y lo has perdido todo.
- ¿Pero no tenías una joya importantísima?
- Oh, eso es una larga historia.
- Y yo no estoy para escucharla. –Cabizbaja, la chica se aproximó al alféizar de la ventana, y se sentó
allí, con las piernas colgando hacia el vacío, como si quisiera suicidarse, haciendo sonar los cascabeles de
sus zapatos con melancólica melodía-. Entonces, todo lo que era valioso para ti, se esfumó hace tiempo.
- Me temo que así es.
- ¿Y por qué?
- Bueno... cuando tenía tres años viajaba en un carruaje, como corresponde a todo rey.
- ¿Pero cómo ibais en carruaje si no teníais dinero?
- A los reyes les sale todo gratis –aclaró él-. El caso es que tuvimos un accidente –prosiguió-. Algún
conductor alcohólico o algo así, supongo. Fue entonces cuando perdí a mis padres.
- ¿Eres huérfano? –se sorprendió la chica-. Oye ¿te importaría dejar de apuntarme? Yo ya he
guardado mi pistola.
- Oh, lo siento. Ya me había acostumbrado. –El rey disparó al aire. El sonido sobresaltó a la princesa,
y se escuchó el grito ahogado de Vijs-. Es que no sé cómo devolver el percutor a su sitio –se explicó-, así que
una vez accionado, debo disparar.
>>Bueno, volviendo al tema –continuó, devolviendo la pistola en su cinturón-: me cuida mi abuela.
Y ya ves que si me cuida. Es una gran mujer. Ella perdió el ojo en el accidente, pues también iba en el
carruaje.
- Fue la que menos perdió, me temo.
- Os equivocáis, preciosa dama: perdió a su hijo, mi padre.
La joven tragó saliva. La historia de los reyes podía ser tan inquietante y cruel como la de un
plebeyo. En los ojos del rey existía, además, un halo de tristeza que parecía imborrable, a pesar de las
muchas sonrisas que le había visto esbozar.
- ¿Y cuál es entonces el mayor tesoro que posees?
- Sin duda, es mi abuela –respondió él-. Pero eso no significa nada para vos ¿verdad? Es curioso el
concepto del valor que damos a las cosas y a las personas. Lo que para mí no compraría todo el oro del
mundo, para vos no es más que una persona indiferente.
La chica tragó saliva. El nudo que tenía en la garganta le ascendía de una extraña forma hasta los
ojos, que empezaban a inundarse de las lágrimas que no querían salir de ellos.
- ¿Y qué... qué es lo que más deseáis? –balbució, a punto de romper a llorar.
- Volar –respondió él sin pensárselo, sonriendo por el impulso del deseo-. Por culpa del accidente
nunca pude andar de verdad –continuó, remangándose el pantalón, para mostrar los implantes mecánicos
que le impedían moverse a la misma velocidad que hacían sus análogos humanos. Gracias a la tecnología,
sus piernas habían sido sustituidas por tres barras de hierro cada una, que conformaban sus muslos, tibias y
pies, engarzadas entre sí a través de engranajes que le permitían flexionar las rodillas y los tobillos-. Pero no
poder andar de verdad nunca me importó realmente –añadió, cubriéndose de nuevo con el pantalón.
- ¿Cómo dices? –se extrañó la chica, ya intrigada por aquel insólito pensamiento.
- Os veía a los piratas volar en vuestras naves, y eso tampoco era volar de verdad, pero aun así, lo
hacíais, gracias a la tecnología; ¿qué me importaba a mí no poder andar de verdad si mi sueño era volar?
- Pero tampoco podrías volar de verdad...
- Desde mis tres años, nunca he andado de verdad, pero desde que tengo memoria, mi deseo es
poder volar, aunque para hacerlo tampoco pueda ser de verdad. –El rey señaló La Martingala, que flotaba
en el aire sobre el torreón más alejado del castillo, con sus hélices en marcha y las grandes velas de colores
oscurecidas por la ausencia de sol-. Vos sois afortunada.
*
*
*
- No pude impedir que se fuera –lloriqueaba el jefe Brush, hundiendo la cabeza entre las manos,
con la jarra de cerveza medio vacía delante.
La envolvente oscuridad hacía que la vista se perdiera al final de la enorme cocina del castillo,
mientras la reina preparaba una tortilla en una de las hornillas.
- Tranquilo, tío –le daba toquecitos amistosos en la espalda con la mano libre-. Has sido abstemio
toda tu vida, ¿crees que puedes beberte media jarra con el estómago vacío? Toma, cómete esto.
- Es que el rey... el rey se ha ido... -agregó, tomando el plato que le ofrecía su soberana.
- Tarde o temprano sabíamos que esto iba a pasar, Brush.
Mientras el guardia comía, ella miró hacia la oscuridad infinita que había al final, donde se perdían
de vista los fogones y los crisoles.
Aquella cocina..., la legendaria cocina del castillo de La Ciudad De Los Mil Nombres. Era tan enorme
que en el pasado se habían preparado banquetes para diez mil personas, y tenían más de quinientos
cocineros trabajando.
La situación de empleo masivo en la cocina había que algunos integrantes se perdieran en los
confines del lugar.
Desde aquella época empezaron a relatarse leyendas en torno a la cocina, fábulas que hablaban de
fantasmas y espíritus; pero en realidad no había nada de eso: eran las tribus compuestas por los sucesores
de los cocineros desaparecidos tiempo atrás, creándose una sociedad secreta cuya cultura se desarrollaba
en torno a las cacerolas, cucharones, y demás instrumentos que conformaban el lugar. Habían aprendido a
manejar las cerillas e iluminaban en la lejanía de vez en cuando.
- Pero es que él... él era tan... no sé... ¡tan alto!
La expresión del guardia sacó a la mujer de aquellas leyendas y la devolvió a la realidad, al presente.
- Tranquilo, verás a más gente alta, colega.
- ¿A quién van a proteger ahora todo mi regimiento? ¿a usted?
- Ni se os ocurra –se aseveró la mujer-. Id a la oficina de desempleo, yo ya sé cuidarme sola.
- Oh, sin trabajo... ¡qué vergüenza!
- Podéis seguir protegiendo la ciudad –se encogió de hombros la mujer-. Aunque no sé si la gente va
a querer seguir pagándoos los impuestos, vista vuestra falta de competencia.
- Pero... yo creí que los impuestos se pagaban siempre ¿no? A pesar de que no se hicieran las cosas
que se prometían.
- Bueno, eso haría un buen gobernante. –La mujer tragó saliva y dio nuevos golpecitos en la espalda
al guerrero-. Oye colega... yo puedo escuchar tus penas un rato, pero demasiado tiempo llega a aburrirme,
así que ¿por qué no te alegras un poco?
>>La gente, cuando sabe que no puede ganar dinero, suele ir a la calle a gastarse lo poco que le
queda en alcohol. Además, tú no tendrás que gastarte mucho, me da a mí.
>>Anda –añadió, animándolo a incorporarse-, date una vuelta con tus amigos, y mañana, cuando te
duela la cabeza por la resaca, ya pensarás en tu futuro.
Cabizbajo, el jefe de la guarida, próximamente exjefe, salió de allí por la puerta trasera, donde un
gato que jugueteaba con los restos de basura calcinada maulló antes de salir corriendo.
El hombre atravesaba un estrecho callejón de cuyas alcantarillas brotaban brumas grises que lo
envolvían todo. Aquel humo provenía de las múltiples estructuras calcinadas de la ciudad, arrastradas hasta
los desagües, ya secos desde antaño, debido a la cantidad de agua que utilizaban para poner en marcha los
artefactos de vapor que quitaban trabajo a los ciudadanos, ya que no se necesitaba su mano de obra.
Los lentos y desanimados pasos de Brush lo condujeron hasta un gran estanque residual, donde
desembocaban todas las porquerías de la ciudad y que en aquel momento eran, en su mayoría, restos del
incendio.
La guardia de la ciudad hacía como que acumulaba cosas, mientras jugaban a hacer saltar una
piedra plana por la superficie del agua.
- ¡Tres saltitos! –vociferó uno de los guardias, exaltado de alegría.
- Llevábamos una hora que no pasábamos de los dos –sonrió otro-. La superficie contaminada ha
creado tantas masas pegajosas, entre las bolsas de basura y el moho acumulado mezclado con las algas,
que las piedras se quedan pegadas a la superficie instantes antes de hundirse.
Brush oía la conversación, pero se limitó a sentarse al borde del gran estanque, sumido en sus
pensamientos más decadentes.
- Vamos jefe, anímate ¡ya no tendremos que trabajar!
- ¿Eso es una alegría, maldito bellaco? –se ofuscó.
- Piénsalo: con tus años de servicio, te esperan unos meses de paro. Y luego... luego nos iremos de
la ciudad.
- Sí, nadie lo echaría de menos –añadió otro guardia.
- Cierto –añadió un guardia en calzoncillos, sumergido hasta las rodillas en la turbia masa pegajosa
al a que algunos llamaban agua.
- ¡Dos saltos! –se alegró otro soldado al ver su piedra-. Ha sido la apuesta más común de la noche.
Tres ya es un número envidiable, pero dos está por encima de la media.
- ¡Anímese, jefe! –dijo otro de los hombres-. ¡Lance una piedra y denos una lección!
- Yo... yo no... -en realidad lo estaba deseando-. Yo no sé... yo nunca...
- Si no quiere, no lo haga...
- Bueno, es que... en realidad, no se me dan bien estas cosas y, claro...
- No pasa nada, lo entendemos –dijo otro soldado.
- Claro, es que yo... tal vez... no sé, vamos...
- No se preocupe, jefe, no se lo tendremos en cuenta.
- Es que... bueno... ¡está bien! –dijo, como enfadado-. Si insistís tanto, lo haré.
Poniéndose en pie, tomó una piedra que encontró en una amorfa masa de algodón chamuscada
que hacía pocas horas era un oso de peluche. A la luz de una farola, entre el hollín que la cubría, una parte
de ella parecía brillar como un diamante.
- ¡Vamos, jefe, láncela! –animó uno de sus hombres.
- ¡Eso, eso, que no se diga! –apremió otro.
- ¡Seguro que... que pasa algo...! -buscó las palabras en su mente- ¡Seguro que pasa algo! –se
decidió a concluir, a falta de un final mejor.
El jefe lanzó la piedra, pero ni siquiera votó. Se hundió, lejos de la vista de todos, pasando a formar
parte de la porquería acumulada.
*
*
*
- ¿Siempre habéis sido la amante más fiel de las llamas, verdad capitana? –quiso saber Caim, que ya
no era rey.
- Bueno, más o menos.
El rostro de los piratas ya no era tan gracioso. No tenían maquillaje, o si lo tenían, no se percibía
debajo de las máscaras de gas que impedían que se asfixiasen con el humo que florecía de los edificios.
- No deberíais jugar con el fuego.
- No es un juego, es trabajo.
- Ya, entiendo.
En la proa de La Martingala, donde aquella estatua de una gran sirena alada reinaba, ardorosa,
abriendo la marcha aérea de los piratas, Caim y Corina contemplaban el atardecer en el horizonte, flotando
en los aires, ventilados por las hélices del barco.
- Un incendio es mucho más espectacular por la noche ¿no os parece, bella capitana?
- A veces es malo para el negocio pensar en esos detalles.
Sus voces a través de las mascarillas eran casi siniestras. Parecía que en cualquier momento uno de
los dos iba a decir “Yo soy tu padre”. Pero menos mal que no lo hicieron, o la historia de amor se habría
convertido en una relación incestuosa.
- Es curioso que en vez de ser rey y reina seamos piratas –comentó el ex rey-. ¿No os parece una
bellísima historia? Creí que todas las de amor acababan en palacios lujosos, pero aquí estamos, en los
cielos, jejeje.
- Oye, Caim... hay algo que jamás me había decidido a preguntarte hasta hoy –comentó Corina,
consciente de que el término jamás abarcaba tan solo un par de días, fecha en que se conocieron-: ¿cómo
se evaporó la fortuna de tu familia? Cuando mis padres robaron en La Ciudad De Los Mil Nombres dijeron
que no encontraron oro, de ahí que yo fuese a ver si lo hallaba.
- Es que no teníamos oro –se encogió de hombros-. Mi abuela lo invirtió todo en un diamante, para
ahorrar espacio y no tener que estar comprando cofres para guardarlo. Era tan puro, pero tan pequeño,
que lo escondí en un oso de peluche. Como tus padres me robaron el oso... pues adiós a nuestra fortuna.
Seguro que lo venderían junto a todas las baratijas que se llevaron.
- ¿Un oso de peluche?
- Sí –rio Caim-. Lo llamaba Teddy.
- Un oso de peluche... jajajaja... el maldito oso de peluche... jajajaja... el oso de peluche... ¡jajajaja!
¡El maldito Teddy!
Caim la miraba. Parecía que debajo de la máscara de gas Corina disfrutaba de la compañía de la
locura.
- Oye, oye... -decía, ansiosa o desesperada, era difícil de decir-: ¿qué habría podido comprar con ese
diamante?
- Un reino entero, ¡tal vez dos, jajaja! –rio Caim-. ¡Tenía un valor incalculable!
Valor incalculable
-Estoy harta de las jóvenes que desperdician su tiempo en seleccionar las cantidades más
adecuadas de maquillaje –se quejaba Corina ante el espejo, dando brochazos blancos a su rostro-. ¿Todo
para qué? ¿para mostrar su mejor cara los chicos? ¡ja!
>>Son tan esclavas de la opinión pública que un preso goza de más libertad, Teddy –comentó
ofuscada a su silencioso acompañante. Cuando su rostro estuvo completamente blanco, se pintó un rombo
rojo en el párpado izquierdo y un trébol negro en el derecho. Después atusó sus pestañas hasta que éstas
fueron largas y curvas-. Al final sólo somos dueños de nuestro interior.
>>Ya, ya –dijo, sonriendo, mientras desenroscaba el pintalabios-, veo que a ti todo esto no te
interesa. Nunca dices nada, pero en fin, es tu naturaleza ¿qué puedo hacer yo?
A la luz del tambaleante candelabro que jugueteaba con las sombras de la habitación, se miraba en
el espejo, pintándose los labios, prolongando el esbozo hasta casi las orejas, lo que le confirió una sonrisa
dantesca y solazada a la vez.
Luego tomó el gorro que tenía a su vera: ocho patas que trataban de imitar las de un pulpo; cinco
amarillas que sostenían cascabeles verdes y tres verdes que sostenían cascabeles amarillos.
- Créeme, Teddy –prosiguió charlando con su silencioso amigo-: cuando me haga con esa joya real
que persiguieron mis padres, en paz descansen, tendré cuanto desee.
Se ajustó un pañuelo rojo y negro en el cuello, una gorguera dividida en treinta y siete triángulos
que formaban el dibujo de una ruleta apresándole la garganta. El número cero, en color verde, destacaba
bajo su barbilla.
Se ajustó el pantalón bombacho, mitad rosa, mitad azul, que mermaba con su delicada silueta
femenina y luego se abrochó los botones de la blusa ancha naranja con lunas y estrellas amarillas.
Tras apretar por enésima vez el cinturón donde colocó la vaina de su pistola, introdujo ésta en él,
comprobando que las seis balas descansaban en el tambor.
- Ahora estoy perfecta ¿no te parece, Teddy? Sin corsé, ni falda, ni esas tonterías que usan las
chicas. –Se sacó del sombrero la trenza rubia, para que pendiera a su espalda; luego eligió un zapato de
cada color (uno morado, otro rojo), y finalmente se colgó una petaca de ron en el cuello.
- Vamos, Teddy –dijo, dirigiéndose al oso de peluche que había tras ella, en la cochambrosa mesa.
Lo agarró y salió por la puerta, pasando al exterior de aquel barco volador.
La pirata de los aires observó a su tripulación: parecían un circo errante que surcaba los cielos; en
cubierta no faltaban música y comida para abastecer a los rufianes, maquillados como payasos y bufones.
Corina se dirigió hacia la proa, pasando junto a un hombre cuyos zancos eran tan largos que casi se
rebana la cabeza con una de las hélices que permitían al enorme aparato desplazarse con el viento que
atrapaban las grandes velas multicolor.
Allí todo era de colores. Hasta las iris de la pirata eran diferentes entre sí: una verde, otra azul.
- La Martingala es de mi familia desde que mis padres la robaron –explicó al osito. Subió las
escaleras que rodeaban la habitación del camarote, donde se había vestido para la ocasión-. Desde
entonces la decoración ha sido la misma.
La chica pasó junto al timón.
- ¿Qué tal, capitana? –saludó el timonel, un hombre musculoso de peluca verde rizada-. Ya estamos
sobre La Ciudad De Los Mil Nombres.
- Me alegra oír eso. -Dio un sorbo al ron que llevaba en la petaca y cerró los ojos mientras deglutía
el líquido-. La noche ha caído, Teddy, y es hora de iluminar la ciudad.
Vertiendo el resto del contenido de la botella sobre el oso, tomó una cerilla de su bolsillo y prendió
al muñeco, dejándolo caer por la borda. A unos cien metros bajo ellos, se encontraban los edificios de la
ciudad... concretamente la serrería.
*
*
*
Brush era el jefe de la guardia de la ciudad. Un hombre excesivamente gordo para la velocidad que
lograba alcanzar en momentos de desesperación. La Ciudad De Los Mil Nombres era el lugar más tranquilo
del mundo, gracias a él, pues era quien acaparaba toda la ansiedad reinante.
Embutido en aquella armadura de acero bruñido, entró en la taberna para hallar a sus hombres:
dos borrachos en la barra, uno tirado en el suelo, tres peleando con los maleantes, otro flirteando con la
cantante, otro con el cantante, y el octavo, sabía bien, estaría en el baño.
- ¡¿Pero qué es esto, pandilla de tunantes?! –se dirigió a uno de sus hombres de la barra,
sacudiéndolo con desenfreno-. ¡El rey podría estar en peligro ahora mismo!
- Pero jefe, si está ahí tan tranquilo –balbució.
- ¡He dicho que te muevas, bellaco! –Brush saltaba sobre el suelo astillado, alzando los puños,
mientras las velas arrancaban múltiples destellos en su armadura.
- No, jefe, en realidad no lo has dicho –bostezó el otro guardia.
- Es verdad, no lo has dicho –repitió el que agarraba entre las manos.
- Ah ¿no lo he dicho?
- No, jefe. Estoy seguro, jefe –decía el apresado.
- Vaya... -prosiguió, liberándolo de su agarre-. ¡Pues poneos todos en pie y vigilad al rey, malditos
truhanes!
A su último grito, todos se pusieron en pie, disponiéndose en dos filas de cuatro en el centro del
bar. Incluido el que se encontraba en el baño, aún sin pantalones.
Brush dirigió una mirada al rey, que estaba sentado en una mesa redonda rodeada por taburetes
donde tipos trajeados habían montado una timba y los naipes poblaban la mesa.
- Majestad, lo sentimos mucho –dijo Brush, inclinándose.
- ...pareja de doses –rio el rey, ignorando al jefe de la guardia-. La fortuna vuelve a sonreírme en
estos días tan aciagos, mis fieles compañeros de apuestas. –Recogió todas las fichas de la mesa.
Los mafiosos desplumados por el rey se retiraron, engalanados en sus gabardinas largas y
siniestras, con sus sombreros de copa y los monóculos redondos encadenados al bolsillo del pecho,
emitiendo quejas entre dientes.
El rey Caim contó el dinero.
- ...esta pandilla de rufianes no sabe lo que es el trabajo digno –seguía disculpándose el jefe de la
guardia-, pero yo los meteré en cintura, a partir de hoy el trabajo será...
Al rey se le encendían los dos ojos marrones mientras calculaba el dinero. Echó una mirada por la
ventana, para comprobar que la calle estaba más iluminada que de costumbre. <<Un incendio de
maravilloso esplendor –pensó al ver la columna de llamas que se alzaba hacia los cielos-. Por suerte, la
fructuosa y condecorada guardia de la ciudad no es presta al anacoluto, y será capaz de confrontar esta
funesta adversidad>>. Seguía contando las fichas, entusiasmado por su buena suerte: una pareja de doses
no se obtenía todos los días, y mucho menos se ganaba una partida con ella.
- ...el otro día, sin ir más lejos –decía Brush-. ¿Cómo iba a dejarlos escapar? Esos ladrones...
Al cabo de un rato, la barra volvía a estar llena de soldados de la guardia de La Ciudad De Los Mil
Nombres, que luego se repartieron entre el suelo, el escenario y el baño.
El rey bostezó, llevándose una mano a la boca. Sus uñas eran largas como las de una bruja, y vestía
de un negro tan intenso que su rostro pálido parecía un brote en la oscuridad. Portador de la sombra, su
cabello era largo y terminaba en una coleta puntiaguda recogida con un lazo en su nuca. Todo en él era
alargado. Todo lo que puede describirse en algo que puede que lean niños.
La camisa que asomaba bajo el traje, blanca como la leche, lucía enérgicamente, y a su vez, en ella
destacaba la pajarita en forma de mirlo, también negra.
- ...porque yo siempre serví a vuestra abuela, mi buen rey, y a vuestros padres, durante el tiempo
que gobernaron hasta cederos el trono, y...
- Aclamado Brush, guardián de la tranquilidad –invocó Caim, incorporándose lentamente. Su figura
crecía a medida que se levantaba del asiento, proyectando una sombra que alcanzaba el final de la taberna
debido a la gran luz que manaba desde su espalda, donde estaba la ventana.
- ¿Sí, majestad?
- Las lenguas de fuego se propagan por la ciudad desde la serrería, y las calles están ardiendo –dijo-.
Según mis cálculos, acabará cubriéndonos a todos con su abrasadora y fulgurosa presencia en diez minutos.
Brush miró a través de la ventana y observó la enorme columna de fuego que ascendía a los cielos.
- Como las chimeneas echan tanto humo, pues uno no se entera de esas cosas –respondió riéndose.
Aquella dentadura parecía una mortal trampa de marfil.
- ¿Cree que la muerte habrá alcanzado a los pobres inocentes que dormitaban en calma?
- Pues no lo sé.
- Raudo y audaz como es usted, jefe de la guardia de la ciudad, ¿podríais desplazaros hasta el lugar
donde se originaron las llamas? La juventud es un bien preciado del que disfruto, y no quiero que se
termine hoy; y conste que no temo envejecer sin previo aviso: la intuición, sin duda brindada por los dioses,
a pesar de que muchos digan que deriva de la genética parental, y la experiencia, dada por la vida misma,
me dictan que si el fuego me alcanza, moriré.
- Ejem... esto... –se rascaba la cabeza-. ¡Guardias!
Puso pies en polvorosa y desapareció.
Caim sacudió la cabeza, caminando lentamente hasta la puerta que había al fondo de la taberna.
Sus piernas no le permitían tomar mayor velocidad que la que un anciano muy tranquilo habría alcanzado
en un estado somnoliento. Los reyes no se movían rápido porque ya había otra gente que lo hacía por ellos.
El rey se dirigió hacia la puerta clandestina del bar. Llamó, y un tipo abrió con cautela.
- Me encantaría disfrutar de la compañía de los ludópatas que tan encarecidamente os donan su
salario diariamente sin obtener nada a cambio –pidió el rey.
- ¿Hay alguna autoridad por aquí cerca? –preguntó el hombre. Parecía asustado.
- De ser así, serían prófugos de mis ojos o criaturas intangibles que auscultan los rincones más
recónditos de esta ciudad a fin de poder atraparos en el momento en que el descuido sea todo lo que
tengáis por capa –se encogió de hombros Caim.
- Pasa, rápido.
Y pasó, pero no muy rápido.
Allí dentro, embutidos entre el sudor y los nervios que el jefe Brush no podía acaparar, todos
miraban la esfera que daba vueltas, y los triángulos rojos y negros que eran los números de la ruleta, en
compañía del solitario número cero, en verde.
- Quisiera depositar la cantidad obtenida durante otro acontecimiento de ludopatía anterior a este
preciso instante al número catorce –dijo Caim, poniendo sobre el tablero su premio del póker.
La bola giró y giró. Siguió girando y girando, hipnotizando a los presentes, que la seguían con los
ojos como un gato haría con un ratón, o con una bola parecida, solo que éstos no trataban de atraparla,
sino que esperaban a que se detuviese. Y giró y giró. Y se detuvo. Se detuvo en el número catorce.
*
*
*
Évaly observaba la pilastra de fuego ascendente que había en el centro de la ciudad. Era tan alta y
gruesa que parecía sostener los cielos.
La anciana, asomada por la ventana, tomó el catalejo y se lo acercó al ojo derecho, ya que el
izquierdo estaba cubierto por un parche y resultaría absurdo esgrimir el instrumento a fin de darle un uso
verdaderamente útil si decidiera aproximarlo a aquel hemisferio facial.
Se atusaba el pelo cano, cuyo peinado se mantenía fijo hacia arriba gracias al limón. Se ajustó
aquella máscara-antifaz que semejaba una mariposa con las alas abiertas y se sacudió las faldas largas y
pomposas, llenas de encajes. Acababa de recibir compañía.
- Reina... Évaly... -jadeaba Brush, que acababa de llegar a su lado, doblado por la mitad debido al
esfuerzo y a la reverencia que creía que debía realizar. Pero en un momento, como sacudido por un látigo,
se irguió y se llevó la mano a la frente para hacer el saludo de la guardia de la ciudad-. He venido justo a
tiempo.
- Claro, tío –respondió la anciana, alzando la mano. Cuando Brush fue a tomarla para besársela, ella
estrelló su palma contra la del soldado jefe-. Choca esos cinco, colega.
>>¿Qué tal la noche, tronco? –añadió, animada. Pasaba tantas horas sola, reinando, como solía
decir, que la compañía era un bien agradecido-. Yo, muy bien. Hacía fresquito, hasta que ese fuego
apareció.
- Lo de siempre: un violador aquí, un asesino allí, algún terrorista, la mafia, un ladrón, atracadores,
sectas...
- Y hoy, para terminar la función, piratas. En abundancia.
Pasó el catalejo al jefe de la guardia y alzó un dedo en dirección a la brillante luna. La Martingala
atravesó el cielo a aquel nivel, galanteándose ante la luna, mostrando su silueta de hélices y velas.
- Por suerte, la guardia de la ciudad está operativa en estos momentos –asintió Brush. Pero sólo
tardó un segundo en generarse una cantidad enorme de gotas de sudor en su nuca -. ¡Guardias!
- Ya... ya los llamo yo –lo calmó la anciana mujer, dándole un golpecito en el hombro enlatado-.
¿Estaban con mi nieto?
- Oh, sí, el rey se encontraba en el bar de apuestas clandestinas.
- Perfecto –añadió, tomando un teléfono y haciendo girar la ruleta numerada-. ¿Hola? Sí, soy yo, la
reina. ¿Cómo va la cosa, colegas? –esperó a que respondiera-. Claro, esos negocios son chungos, tronco... si
os pilla la poli, la cagáis.
>>Oye, es que tengo una emergencia: la ciudad está ardiendo. Avisa a los guardias que hay en tu
bar o no te denunciaré a las autoridades: iré yo misma a por ti.
Tuvo un efecto rápido. No porque fuera la reina, sino porque era Évaly, y eso valía más que su
título. Tenía una gran reputación como crujidora de costillas.
En cuestión de minutos, empezó a escucharse el tintineo de corazas por todo el castillo,
acumulándose en las escaleras. El retumbar del acero contra la roca se hacía cada vez más fuerte, hasta que
la tropa se detuvo allí, formando las dos filas de cuatro.
- ¿Ves qué fácil? –dijo Évaly.
- ¡Responded, pandilla de holgazanes! –se ofuscó Brush.
- Pero si no ha hecho ninguna pregunta, jefe –dijo uno de los soldados.
- Es verdad, jefe ¿a qué quiere que respondamos? –quiso saber otro.
- Ejem... eh... pues esto...
- Brush –susurró Évaly.
- ¿Sí, mi reina?
- El incendio... los piratas... tío, el acontecimiento de esta noche.
- ¡Oh, es cierto! –se aclaró la garganta y se puso firme, mirando a sus hombres-. La ciudad está llena
de piratas y hay un gran incendio. ¡Nuestro deber es proteger la ciudad, así que vamos a por ellos, en
marcha!
Todos salieron en tropel de allí, y la reina se quedó pensando porqué uno de ellos no llevaba
pantalones.
*
*
*
- ¡Vamos, camaradas! –alzó la voz Corina, apuntando hacia el frente con su dedo.
El cañón que había en estribor disparó uno de sus tripulantes, que se hizo papilla, estrellándose
contra el muro del castillo.
- Para el siguiente apunta un poco más arriba –indicó al artificiero.
- Así lo haré, capitana.
Por suerte, el nuevo pirata que fue disparado tuvo tiempo de reacción y sacó el paracaídas cayendo
en tierra firme. Pero nada más lo hizo, fue atravesado por la espada de uno de los guardias de La Ciudad De
Los Mil Nombres.
- El próximo asegúrate de que a parte de apuntar un poco más hacia arriba no existan indicios de
que caiga junto a un guardia. Especialmente junto a uno armado y sin pantalones... mira lo que está
haciendo con el cadáver.
El caos había sido sembrado, y sus recolectores eran piratas de los aires. Los gritos inundaban los
callejones, confluyendo en las grandes plazas, como ríos en el mar.
- Capitana ¿por qué se llama La Ciudad De Los Mil Nombres? –quiso saber el artificiero, mientras
optaba por cargar el cañón con una bola de hierro en lugar de con otro tripulante.
- Porque tiene muchos nombres.
- ¿Por ejemplo?
- Pues verás, el más conocido de todos es...
- ¡Al abordaje! –fue interrumpida Corina.
El vozarrón de Brush retumbó en los pantoques. Sobre la cima de una de las torres del castillo que
trataban de asaltar los piratas, guardias y piratas se desafiaban con la mirada.
El jefe Brush tenía un sistema de asalto incorporado en su armadura, el ironglove, muy adecuado
para escalada y que podía extrapolar su uso al abordaje de vehículos voladores: el guantelete de acero de
su mano era de mayor tamaño que el de la izquierda, lo que lo convertía en un mazo mortal de combate. La
mano desnuda del guerrero metía los dedos en unos anillos que la conectaban con el puño a través de
cables de acero, en el interior de la armadura, pudiendo manejar así las grandes falanges del guantelete.
En aquel momento accionó el botón del sistema de vapor a presión que disparó el ironglove,
conectado a una cadena de su brazo, enganchándolo a los balcones de estribor.
Brush ascendía por la cadena, balanceándose en el aire.
La capitana Corina se asomó para apretar el gatillo dos veces. La primera erró, pero la segunda
acertó de pleno en la frente del guerrero.
El disparo en plena cabeza, un brutal espectáculo sangriento de cerebro con trozos de cráneo y
carne derramándose sobre la ciudad y cayendo sobre los transeúntes, una fiesta de sangre y horror, se
habría provocado si el visor del yelmo no hubiese repelido la bala, y le habría granjeado un agujero en la
frente difícil de tapar.
Sus hombres treparon también a través de los garfios atados a cuerdas, y una vez en cubierta
extrajeron de sus vainas un rectángulo de acero del tamaño de una barra de pan.
- ¿Con eso venís a atacarnos? –se mofó un pirata vestido de payaso, que arrancó carcajadas entre
los suyos.
- Los que atacáis sois vosotros –dijo un guardia, encogiéndose de hombros-. Nosotros nos
defendemos con esto, sí.
Brush sonrió con picardía y, girando el engranaje que había al final de la barra de acero, la cuchilla
empezó a formar un ángulo, hasta completar los ciento ochenta grados entre vaina y filo que componían
una espada.
La cara de los payasos se descompuso.
- ¡Menos mal que os habéis dibujado una gran sonrisa, grumetillos de pacotilla, porque empieza a
oler mal aquí, y ya no es sólo por vuestro hedor!
Los piratas se miraron entre ellos. Algunos se olieron las axilas disimuladamente, y contuvieron sus
vómitos más subrepticiamente aún.
- ¿Y qué nos quiere decir éste? –se encogió de hombros uno de ellos.
- ¿Vas a pelear con eso? –le dijo Corina al tipo que había hablado, en cuya pistola en lugar de una
bala había un pequeño dardo terminado en una ventosa.
- No, no –respondió, sacudiendo la cabeza-: pensaba huir de ellos con esto. Perdí mis armas en una
apuesta.
Ella le dedicó una mirada verde y azul, de ojos entrecerrados y luego miró a sus enemigos, la
guardia de La Ciudad De Los Mil Nombres, con esas grandes espadas, acorazados, de miradas impenitentes.
- ¡En esta ciudad hay un gran tesoro! –gritó Corina, haciendo que su sonrisa se dibujara aún más
grande, mostrando unos dientes que alternaban la estructura de calcio corriente con sustitutos de oro,
plata y madera.
- ¿Y cómo lo sabes? –quiso saber un guardia de la ciudad.
- Pues es lógico: hay un castillo –respondió un pirata en lugar de la capitana.
- ¿Eso quiere decir que en todos los sitios con castillos hay un tesoro? –indagó otro guardia.
- ¿No? –enunció un perplejo, no sabiendo muy bien qué quería expresar.
- Entonces –agregó otro de los guardias, que tomó una rodaja de salchichón de su bolsillo- ¿en los
castillos abandonados también hay tesoros?
- Bueno, si están abandonados... lo mismo se lo llevaron los antiguos reyes ¿no? –alegó otro pirata.
- En realidad –intervino Corina-, me parece a mí que si están abandonados es porque hay
fantasmas. Eso decían mis padres, claro.
- Sí, es cierto –corroboró uno de sus subordinados.
Empezó a haber un extenso murmullo que pronto recorrió toda La Martingala.
- ¡¿A qué viene todo esto?! –estalló el jefe Brush-. Vamos a darnos unos cuantos castañazos, que
para eso hemos venido.
El sonido del metal contra el metal comenzó, y el rugir de los disparos acaparó el estruendoso
combate. Los gritos envolvían la ciudad tanto como las llamas, y el espectáculo sangriento dio comienzo.
*
*
*
Subido en aquella jaula de acero, el rey Caim giraba el pequeño timón que movía las cadenas que la
hacían ascender hasta la cima de la torre. A solas en aquel enhiesto túnel de oscuridad, el crepitar de la
única llama que surgía de la vela que portaba creaba el único círculo de fúnebre iluminación.
Tras minutos de siniestro ascenso, al fin concluyó el trayecto. Abrió la puerta y pasó a una gran
habitación, la más alta de todas, un lugar que los murciélagos habían preferido ocupar en lugar de las
cuevas, para hacer compañía al príncipe, tan parecido a un vampiro por sus adversas ropas.
Caim se había puesto una máscara de nariz larga y curvada hacia abajo. Era de color blanco, con los
filos y los bordes de los ojos decorados con costuras doradas. Entre eso y su bastón parecía una versión
mejorada del fantasma de la ópera, solo que en su caso la máscara le servía para evitar la polución
humeante que afloraba de la ciudad.
Aproximándose a la ventana, admiró las llamas, casi consumidas. No es que alguien las hubiera
apagado, es que no quedaba nada que quemar.
- Los niños explotados de La Ciudad De Los Mil Nombres se alegrarán mucho de no tener que ir a
las minas a recoger carbón ¿no, majestad? –dijo uno de los murciélagos.
- Es posible que exista cierto grado de veracidad en vuestras palabras Vijs –respondió el rey.
- Pero el estropicio que se ha formado también requerirá de mano de obra barata que muchos
desesperados seguro que aceptan –comentó otro de los murciélagos-. Especialmente los niños huérfanos
que no tienen manera de ganarse la vida.
- También resulta probable que vuestra lengua no sea portadora de falacias, querido Güedgue –
asintió el rey-. Pero ¡ay! ¿qué puedo hacer yo contra las adversidades que percibo? Sólo soy el rey, no
tengo potestad para decidir todo eso.
- Sabia reflexión, majestad –asintió Vijs.
- Claro –agregó Güedgue-. Y pensándolo bien, no necesitarán ir a las minas a coger carbón, porque
ya lo tendrán en la superficie ¿no?
- Jajaja –rio el rey-. Es una observación que tan solo las elegantes rapaces habrían percibido de
tratarse de algo visual, pero que tan solo el experto irónico que formula a través del lenguaje tales
fumosidades sabe a quien transmitir para crear de algo aciago un chiste. Bendito humor negro, así perdure
durante milenios.
- Bueno, no queremos molestarle, majestad –añadió Güedgue-. Vamos a darnos una vuelta
mientras vos disfrutáis de la compañía femenina, jejeje. Sed bueno.
Los murciélagos echaron a volar, y el sonido de un cascabel llegó al oído del príncipe. Era porque él
mismo utilizaba pendientes de cascabel, pero eso no tenía nada que ver con la inquietud que había
percibido, un movimiento del propio silencio a escasos metros de él.
- Os aviso, deliciosa mujer, emergente de la poesía que reina en mis sueños –empezó, tomando la
pistola que llevaba guardaba en el cinturón-: no tengo buena puntería, pero mi suerte está tocada por los
dioses, y os aseguro que eso, aunque no derive de la genética, es lo que fue brindando la riqueza a mi
familia desde mis tatarabuelos más lejanos.
>>¡¿Pero qué diantre?! –se sobresaltó el príncipe al girarse y contemplarla-. Jajaja ¡qué graciosa!
¡Pero si es una payasa!
>>La gratitud que siento ante tal presencia ha ahogado la poesía que siempre ha manado
caudalosamente de mi lengua.
- No conseguirás mi piedad a través de lisonjas.
- No busco piedad, bella dama, sólo comprensión. Diría que tengo hijos, pero no: sólo un reino.
- Olvídalo.
- No podría aunque quisiera, y hay muchas cosas que me gustaría olvidar, pero que este triste
tormento al que llamo memoria no me deja.
- Sólo quiero saber dónde están las joyas de la corona.
- Yo también –respondió el rey Caim, encogiéndose de hombros-. Desde que yo tenía tres años,
desaparecieron. Las robaron unos piratas. La clásica historia. Así que échale la culpa a la competencia.
- Pero si dicen que ganas una fortuna increíble cada vez que juegas al póker.
- Así empezó todo: mis abuelos no eran más que unos pobres deleznables, ladrones, asesinos y
proxenetas. No sabían ganarse la vida de otra manera.
- Es cruel... ¿así se llega a rey?
- Oh, no, eran eso, pero pasaron en paro toda su vida. Ya sabéis, mi dulce dama: el empleo escasea
hoy día, de ahí que sólo haya un rey en vez de varios.
- Si intentas darme pena, vas mal encaminado.
- ¡Oh, no, por los dioses! –se sobresaltó el hombre, desplazándose lentamente hasta ella, como
siempre que se movía-. Lo que menos deseo es entristecer a una bella criatura de los aires, que lejos de ser
paloma de la paz, ha traído los vientos de la guerra hasta aquí.
>>La historia tiene un final feliz. Incluso tiene un nudo feliz: mis abuelos, tirados en la calle,
muriendo de hambre, encontraron un boleto de lotería, premiado con una única moneda. Esa moneda la
apostaron en la ruleta a un número, y multiplicaron por treinta y cinco su valor.
>>De allí, fueron a la mesa de Black Jack, y tras diez manos sin perder, decidieron jugar al póker, y
con los beneficios, erigieron un castillo.
>>Por cierto: tenéis unos ojos preciosos ¿alguna vez os lo han dicho?
- A... ¿a mí? –se sonrojó bajo la gruesa capa de maquillaje.
- Bueno, a lo mejor se lo han dicho a alguien en lugar de a vos, pero en referencia a vos,
igualmente.
La conversación fluía, pero los dos seguían apuntándose con las armas. Parecía que se habían
acostumbrado a aquella postura, y como cuando se comparten actividades de placer en la cama, a veces es
mejor no cambiar.
- La verdad es que pensé que el jefe de la guardia os había detenido, pero veo que no, y aquí estáis.
- Le dije que si no me daban el tesoro de la corona aplastaría a toda la ciudad, y trató de
convencerme de que no había tesoro –explicó la chica-. De ser así ¿qué sentido tendría aplastar la ciudad?
- Ninguno, ciertamente. Ha sido una gran observación por vuestra parte.
- Gracias –sonrió la pirata, acentuando el maquillaje que acompañaba el gesto.
- Y claro, corroboro las palabras del jefe de la guardia: no hay joyas de la corona ya os lo he dicho, y
el tesoro... perdido, arrebatado por completo.
- ¿Y eso por qué?
- Trucos legales, ya sabéis: el banco te dice que arrendas tu castillo para avalar la casa de verano, y
al final cambian las leyes antes de que te des cuenta y lo has perdido todo.
- ¿Pero no tenías una joya importantísima?
- Oh, eso es una larga historia.
- Y yo no estoy para escucharla. –Cabizbaja, la chica se aproximó al alféizar de la ventana, y se sentó
allí, con las piernas colgando hacia el vacío, como si quisiera suicidarse, haciendo sonar los cascabeles de
sus zapatos con melancólica melodía-. Entonces, todo lo que era valioso para ti, se esfumó hace tiempo.
- Me temo que así es.
- ¿Y por qué?
- Bueno... cuando tenía tres años viajaba en un carruaje, como corresponde a todo rey.
- ¿Pero cómo ibais en carruaje si no teníais dinero?
- A los reyes les sale todo gratis –aclaró él-. El caso es que tuvimos un accidente –prosiguió-. Algún
conductor alcohólico o algo así, supongo. Fue entonces cuando perdí a mis padres.
- ¿Eres huérfano? –se sorprendió la chica-. Oye ¿te importaría dejar de apuntarme? Yo ya he
guardado mi pistola.
- Oh, lo siento. Ya me había acostumbrado. –El rey disparó al aire. El sonido sobresaltó a la princesa,
y se escuchó el grito ahogado de Vijs-. Es que no sé cómo devolver el percutor a su sitio –se explicó-, así que
una vez accionado, debo disparar.
>>Bueno, volviendo al tema –continuó, devolviendo la pistola en su cinturón-: me cuida mi abuela.
Y ya ves que si me cuida. Es una gran mujer. Ella perdió el ojo en el accidente, pues también iba en el
carruaje.
- Fue la que menos perdió, me temo.
- Os equivocáis, preciosa dama: perdió a su hijo, mi padre.
La joven tragó saliva. La historia de los reyes podía ser tan inquietante y cruel como la de un
plebeyo. En los ojos del rey existía, además, un halo de tristeza que parecía imborrable, a pesar de las
muchas sonrisas que le había visto esbozar.
- ¿Y cuál es entonces el mayor tesoro que posees?
- Sin duda, es mi abuela –respondió él-. Pero eso no significa nada para vos ¿verdad? Es curioso el
concepto del valor que damos a las cosas y a las personas. Lo que para mí no compraría todo el oro del
mundo, para vos no es más que una persona indiferente.
La chica tragó saliva. El nudo que tenía en la garganta le ascendía de una extraña forma hasta los
ojos, que empezaban a inundarse de las lágrimas que no querían salir de ellos.
- ¿Y qué... qué es lo que más deseáis? –balbució, a punto de romper a llorar.
- Volar –respondió él sin pensárselo, sonriendo por el impulso del deseo-. Por culpa del accidente
nunca pude andar de verdad –continuó, remangándose el pantalón, para mostrar los implantes mecánicos
que le impedían moverse a la misma velocidad que hacían sus análogos humanos. Gracias a la tecnología,
sus piernas habían sido sustituidas por tres barras de hierro cada una, que conformaban sus muslos, tibias y
pies, engarzadas entre sí a través de engranajes que le permitían flexionar las rodillas y los tobillos-. Pero no
poder andar de verdad nunca me importó realmente –añadió, cubriéndose de nuevo con el pantalón.
- ¿Cómo dices? –se extrañó la chica, ya intrigada por aquel insólito pensamiento.
- Os veía a los piratas volar en vuestras naves, y eso tampoco era volar de verdad, pero aun así, lo
hacíais, gracias a la tecnología; ¿qué me importaba a mí no poder andar de verdad si mi sueño era volar?
- Pero tampoco podrías volar de verdad...
- Desde mis tres años, nunca he andado de verdad, pero desde que tengo memoria, mi deseo es
poder volar, aunque para hacerlo tampoco pueda ser de verdad. –El rey señaló La Martingala, que flotaba
en el aire sobre el torreón más alejado del castillo, con sus hélices en marcha y las grandes velas de colores
oscurecidas por la ausencia de sol-. Vos sois afortunada.
*
*
*
- No pude impedir que se fuera –lloriqueaba el jefe Brush, hundiendo la cabeza entre las manos,
con la jarra de cerveza medio vacía delante.
La envolvente oscuridad hacía que la vista se perdiera al final de la enorme cocina del castillo,
mientras la reina preparaba una tortilla en una de las hornillas.
- Tranquilo, tío –le daba toquecitos amistosos en la espalda con la mano libre-. Has sido abstemio
toda tu vida, ¿crees que puedes beberte media jarra con el estómago vacío? Toma, cómete esto.
- Es que el rey... el rey se ha ido... -agregó, tomando el plato que le ofrecía su soberana.
- Tarde o temprano sabíamos que esto iba a pasar, Brush.
Mientras el guardia comía, ella miró hacia la oscuridad infinita que había al final, donde se perdían
de vista los fogones y los crisoles.
Aquella cocina..., la legendaria cocina del castillo de La Ciudad De Los Mil Nombres. Era tan enorme
que en el pasado se habían preparado banquetes para diez mil personas, y tenían más de quinientos
cocineros trabajando.
La situación de empleo masivo en la cocina había que algunos integrantes se perdieran en los
confines del lugar.
Desde aquella época empezaron a relatarse leyendas en torno a la cocina, fábulas que hablaban de
fantasmas y espíritus; pero en realidad no había nada de eso: eran las tribus compuestas por los sucesores
de los cocineros desaparecidos tiempo atrás, creándose una sociedad secreta cuya cultura se desarrollaba
en torno a las cacerolas, cucharones, y demás instrumentos que conformaban el lugar. Habían aprendido a
manejar las cerillas e iluminaban en la lejanía de vez en cuando.
- Pero es que él... él era tan... no sé... ¡tan alto!
La expresión del guardia sacó a la mujer de aquellas leyendas y la devolvió a la realidad, al presente.
- Tranquilo, verás a más gente alta, colega.
- ¿A quién van a proteger ahora todo mi regimiento? ¿a usted?
- Ni se os ocurra –se aseveró la mujer-. Id a la oficina de desempleo, yo ya sé cuidarme sola.
- Oh, sin trabajo... ¡qué vergüenza!
- Podéis seguir protegiendo la ciudad –se encogió de hombros la mujer-. Aunque no sé si la gente va
a querer seguir pagándoos los impuestos, vista vuestra falta de competencia.
- Pero... yo creí que los impuestos se pagaban siempre ¿no? A pesar de que no se hicieran las cosas
que se prometían.
- Bueno, eso haría un buen gobernante. –La mujer tragó saliva y dio nuevos golpecitos en la espalda
al guerrero-. Oye colega... yo puedo escuchar tus penas un rato, pero demasiado tiempo llega a aburrirme,
así que ¿por qué no te alegras un poco?
>>La gente, cuando sabe que no puede ganar dinero, suele ir a la calle a gastarse lo poco que le
queda en alcohol. Además, tú no tendrás que gastarte mucho, me da a mí.
>>Anda –añadió, animándolo a incorporarse-, date una vuelta con tus amigos, y mañana, cuando te
duela la cabeza por la resaca, ya pensarás en tu futuro.
Cabizbajo, el jefe de la guarida, próximamente exjefe, salió de allí por la puerta trasera, donde un
gato que jugueteaba con los restos de basura calcinada maulló antes de salir corriendo.
El hombre atravesaba un estrecho callejón de cuyas alcantarillas brotaban brumas grises que lo
envolvían todo. Aquel humo provenía de las múltiples estructuras calcinadas de la ciudad, arrastradas hasta
los desagües, ya secos desde antaño, debido a la cantidad de agua que utilizaban para poner en marcha los
artefactos de vapor que quitaban trabajo a los ciudadanos, ya que no se necesitaba su mano de obra.
Los lentos y desanimados pasos de Brush lo condujeron hasta un gran estanque residual, donde
desembocaban todas las porquerías de la ciudad y que en aquel momento eran, en su mayoría, restos del
incendio.
La guardia de la ciudad hacía como que acumulaba cosas, mientras jugaban a hacer saltar una
piedra plana por la superficie del agua.
- ¡Tres saltitos! –vociferó uno de los guardias, exaltado de alegría.
- Llevábamos una hora que no pasábamos de los dos –sonrió otro-. La superficie contaminada ha
creado tantas masas pegajosas, entre las bolsas de basura y el moho acumulado mezclado con las algas,
que las piedras se quedan pegadas a la superficie instantes antes de hundirse.
Brush oía la conversación, pero se limitó a sentarse al borde del gran estanque, sumido en sus
pensamientos más decadentes.
- Vamos jefe, anímate ¡ya no tendremos que trabajar!
- ¿Eso es una alegría, maldito bellaco? –se ofuscó.
- Piénsalo: con tus años de servicio, te esperan unos meses de paro. Y luego... luego nos iremos de
la ciudad.
- Sí, nadie lo echaría de menos –añadió otro guardia.
- Cierto –añadió un guardia en calzoncillos, sumergido hasta las rodillas en la turbia masa pegajosa
al a que algunos llamaban agua.
- ¡Dos saltos! –se alegró otro soldado al ver su piedra-. Ha sido la apuesta más común de la noche.
Tres ya es un número envidiable, pero dos está por encima de la media.
- ¡Anímese, jefe! –dijo otro de los hombres-. ¡Lance una piedra y denos una lección!
- Yo... yo no... -en realidad lo estaba deseando-. Yo no sé... yo nunca...
- Si no quiere, no lo haga...
- Bueno, es que... en realidad, no se me dan bien estas cosas y, claro...
- No pasa nada, lo entendemos –dijo otro soldado.
- Claro, es que yo... tal vez... no sé, vamos...
- No se preocupe, jefe, no se lo tendremos en cuenta.
- Es que... bueno... ¡está bien! –dijo, como enfadado-. Si insistís tanto, lo haré.
Poniéndose en pie, tomó una piedra que encontró en una amorfa masa de algodón chamuscada
que hacía pocas horas era un oso de peluche. A la luz de una farola, entre el hollín que la cubría, una parte
de ella parecía brillar como un diamante.
- ¡Vamos, jefe, láncela! –animó uno de sus hombres.
- ¡Eso, eso, que no se diga! –apremió otro.
- ¡Seguro que... que pasa algo...! -buscó las palabras en su mente- ¡Seguro que pasa algo! –se
decidió a concluir, a falta de un final mejor.
El jefe lanzó la piedra, pero ni siquiera votó. Se hundió, lejos de la vista de todos, pasando a formar
parte de la porquería acumulada.
*
*
*
- ¿Siempre habéis sido la amante más fiel de las llamas, verdad capitana? –quiso saber Caim, que ya
no era rey.
- Bueno, más o menos.
El rostro de los piratas ya no era tan gracioso. No tenían maquillaje, o si lo tenían, no se percibía
debajo de las máscaras de gas que impedían que se asfixiasen con el humo que florecía de los edificios.
- No deberíais jugar con el fuego.
- No es un juego, es trabajo.
- Ya, entiendo.
En la proa de La Martingala, donde aquella estatua de una gran sirena alada reinaba, ardorosa,
abriendo la marcha aérea de los piratas, Caim y Corina contemplaban el atardecer en el horizonte, flotando
en los aires, ventilados por las hélices del barco.
- Un incendio es mucho más espectacular por la noche ¿no os parece, bella capitana?
- A veces es malo para el negocio pensar en esos detalles.
Sus voces a través de las mascarillas eran casi siniestras. Parecía que en cualquier momento uno de
los dos iba a decir “Yo soy tu padre”. Pero menos mal que no lo hicieron, o la historia de amor se habría
convertido en una relación incestuosa.
- Es curioso que en vez de ser rey y reina seamos piratas –comentó el ex rey-. ¿No os parece una
bellísima historia? Creí que todas las de amor acababan en palacios lujosos, pero aquí estamos, en los
cielos, jejeje.
- Oye, Caim... hay algo que jamás me había decidido a preguntarte hasta hoy –comentó Corina,
consciente de que el término jamás abarcaba tan solo un par de días, fecha en que se conocieron-: ¿cómo
se evaporó la fortuna de tu familia? Cuando mis padres robaron en La Ciudad De Los Mil Nombres dijeron
que no encontraron oro, de ahí que yo fuese a ver si lo hallaba.
- Es que no teníamos oro –se encogió de hombros-. Mi abuela lo invirtió todo en un diamante, para
ahorrar espacio y no tener que estar comprando cofres para guardarlo. Era tan puro, pero tan pequeño,
que lo escondí en un oso de peluche. Como tus padres me robaron el oso... pues adiós a nuestra fortuna.
Seguro que lo venderían junto a todas las baratijas que se llevaron.
- ¿Un oso de peluche?
- Sí –rio Caim-. Lo llamaba Teddy.
- Un oso de peluche... jajajaja... el maldito oso de peluche... jajajaja... el oso de peluche... ¡jajajaja!
¡El maldito Teddy!
Caim la miraba. Parecía que debajo de la máscara de gas Corina disfrutaba de la compañía de la
locura.
- Oye, oye... -decía, ansiosa o desesperada, era difícil de decir-: ¿qué habría podido comprar con ese
diamante?
- Un reino entero, ¡tal vez dos, jajaja! –rio Caim-. ¡Tenía un valor incalculable!
No hay comentarios:
Publicar un comentario